Cuento de Navidad
Quartidi, 4 de Nivoso de 214
Algunas veces vienen a visitarme mis fantasmas. El de la pasada Navidad y otros por el estilo.
Se forman entre mis discos y suben a mi encuentro por el pilar vertebral. Tocan mis tímpanos con su música de cadenas en tardes de nieve. Hacen vibrar el témpano de los recuerdos congelados, mis imágenes. Y su ardor derrite lo más duro y frío; hasta que el carámbano se derrama en lágrimas por su estalactita... y vuelvo a recordar las goteras de la Vida.
A veces me visitan, y los miro sin miedo, como a viejos profesores de los que ya no depende mi futuro. Con la alegría agridulce de haber aprendido en ellos el vino y la miel de la existencia.
Fantasmas de trapo, jirones de nosotros mismos, a los que no se les debe tener miedo por ser inofensivos. No los confundamos con el toro de la vida cuando embiste, y asusta, cuando nos hace correr, o esquivarlo, o incluso lidiarlo en pases cambiados cuando ya no queda otro remedio...
Ayer tuve un encuentro con la madre de uno de mis niños perdidos y no fui capaz de entonar un cuánto lo siento. Recordé a tantos que en mis momentos duros no encontraban la frase para arrancar una conversación telefónica, o perdían la mirada para no encontrarse con la mía. Los entiendo. Siempre los entendí. Nunca elucubré un reproche. Pues antes también era uno de ellos, y no sé si poco a poco voy volviendo a serlo.
Las circunstancias me han alejado de los que me acompañaron en un periodo de mi vida, y por suerte, a veces, los fantasmas me recuerdan todo lo que soy. Todos los misterios.
Disfruten todos de sus compras navideñas, de sus regalos y peticiones, cenen, rían un año tras otro, que yo me quedo con mi fantasma helado de la Navidad de 2006, a orillas del Estigio, pues para mí tiene todo el contenido que simplifica la vida entera.
A Carla, Alvaro, Nicolás, Noemi, Ignacio y Noa.
A todos los que siguen llegando.
A los que aún resta por conocer.
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