Octidí, 18 de Messidor de CCXXII
Habíamos estado más de dos horas conduciendo por el desierto, y llevábamos no menos de una recorriendo el oasis longitudinal que supone la vega del río Nazca. En el que los escasos chacareros eran amables y abiertos ante la visita ocasional y extraña que suponía la llegada de nuestra brigada de muestreo.
Finalmente encontramos lo que podríamos llamar un pueblo. De alrededor de sesis edificios de mampostería y otros 15 ó 20 habitáculos construidos en esteras de carrizo revestida de barro.
En una de estas chabolas reforzada en sus flancos por la presencia de dos construcciones propiamente dichas, delataban los carteles de Inca Kola la existencia de un local expendedor.
La tarde había sido fructífera, apenas daba tiempo para un punto más y era el momento idóneo para tomar un refrigerio.
Entramos en el local sin ventanas. La vista tardó en acomodarse en el paso de la claridad exterior a la oscuridad. En su interior una única estantería de madera con escaso género de productos no perecederos: galletas, bolsas de patatas, y un surtido de latas y botellas de bebidas sin alcohol. En cuanto a producto autóctono apenas unos cartones de huevos. Como casi siempre nos decantamos por Inka Cola, la gaseosa local, en botella de litro y medio de casco retornable, y un paquete de galletas.
Como no podíamos llevar la botella nos acomodamos en la oscuridad entre sillas de plástico y un banco corrido de madera.
La joven de detrás de la barra era de las más bellas que habíamos visto en la región: tez oscura, cara angulosa, ojos serenos. Apenas emitió más de cinco palabras seguidas. Su timidez y su falta de trato con foráneos no se lo permitía. Sin embargo nos miraba sin parar, en una mezcla de vigilancia y miedo.
Como el trabajo no nos daba muchas oportunidades de posar, propuse al grupo hacernos una foto en aquel local singular, pensando que la joven podría hacernos el favor. Pero mi mayor sorpresa fue su respuesta: "No sé señor, nunca he hecho una foto". En ese momento no reparé en la gravedad del asunto, me limité a explicarle que se pusiera junto a la puerta, mirara hasta vernos a los tres en la pantalla y apretara el botón más grande.
La chavala, por vergüenza, no quería salir de detrás del mostrador, y me preguntón si no la podría hacer desde allí mismo. Le dije que como quisiera, pero que saldría oscura. En su primer intento comprobó que salía oscura y cruzó la habitación hasta ponerse junto a la puerta. Cuando hubo hecho algo parecido al encuadre, me preguntó en dos ocasiones consecutivas: "¿Machucar no más, señor?". - "Sí, machuca, machuca el botón" - Contesté. E hizo la primera fotografía de su vida. "¿Le importa hacer otra, señorita?". Y machucó de nuevo el botón, con mayor confianza y mejor encuadre que en la anterior.
Ese mismo día, al anochecer, estuve dándole vueltas al asunto: acerca del abismo que separa a los seres humanos. A las circunstancias que no han permitido a esta joven, de ojos negros y poca conversación, en sus cinco lustros aproximados, expresar con imágenes las palabras que difícilmente acierta a extraer de su boca.
SALUD
PD: Acompaño este texto con la primera fotografía realizada por la chica, de la que desconozco su nombre.