Del Cielo a Madrid...
Nonidi, 29 de Germinal de CCXX
Serrat en los oídos, el volante en las manos, el limpia deprisa, casi brusco, los ojos oteando la línea blanca, marcando difícil el camino curvado y desconocido. Persiguiendo aquel fondo oscuro de nubes sobre la banda de luz, que aventura tras la lluvia un último respiro de Sol antes de caer la tarde.
Mi soledad y mis kilómetros, mi cabeza yendo y viniendo, y Yo en mi coche regresando de un lugar perdido allá donde La Mancha deja de ser la Mancha y se ondula y montañea, hacia Madrid. Esa... cómo llamarla, ese caos ordenado, que me maravilla y sorprende más y más a medida que me hago más y más cateto.
Hace tiempo ya escribí la impresión de pasar de la Castilla profunda al centro de la capital, pero ahora soy más rural, más rústico que entonces, y perdónenme aquellos que siéndolo o no, entienden el término rústico como peyorativo, pero aquí hablo de mí y tengo derecho a peyorarme todo lo considerable.
¡Cómo disfruto de la meseta!
Ese estar casi en ningún sitio bajo la lluvia. El ábrego zumbando tierno sobre esos páramos de carrascas, rebollos y ahulagas. Ni los pájaros, ni las cabras osan a salir en la primavera que hoy se hace otoño. Otear arenas, buscar manantiales y disfrutar el cambio de color de las arcillas que se ocultan bajo la caliza, mediocre y monótona, y cubre las miles y miles de fincas menores surcadas por la mesta, y plagadas antaño de rebaños y pastores y mastines, en pasajes de lardo, hogaza y vino calentado en las noches descampadas sobre la trébede y el pobre manojo de leña con más jara y retales que chaparro o pino.
Cómo me trasladan las Castillas a vidas de hombres: campesinos, soldados y barreros. Hombres que alimentaron, mataron y cocieron por doquier. Nuestros antepasados más o menos lejanos, más o menos difusos por el tiempo, y que están escondidos entre los renglones de los libros de Historia, olvidados. Los veranos celebrando agachados el corte liso de la mies, forzada de zurda y atenazada de hoz. Cómo única fiesta posible entre los vinos, las eras y el trillo; aventando, bebiendo y fornicando, en la alegría cabal y en la ironía supina de conservar el sustento y la vida un año más. Y los inviernos casi escondidos en sus casas, limitados a cocer pan, matar cerdos y cortar leña, esperando que el Sol deshiciera lento y preciso los palmos y palmos de nieve que iluminan con su reflejo las noches oscuras y eternas.
Cómo me extrae Madrid de mi ensoñación histórica del campo pretérito y sus gentes de golas satisfechas. Cómo me lleva Madrid a ese exceso de lo que somos, a ese consumo desmedido, a ese tener y más tener. Cómo me lleva Madrid a tantas y tantas cadenas productivas que han pasado en unos años de necesarias a superfluas. Ese erial olvidado entre ramales de ferrocarril dónde un grupo de operarios ha plantado un triste pinar, con pinos de vivero, tutores perfectamente aserrados, perfectamente amarrados, y que un camión cisterna blanco y verde (en el que reza un irónico "Madrid, Medio Ambiente") se esmera por regar periódicamente siguiendo un esquema de planillas semanales, que permite a su conductor cumplimentar al final de cada jornada un parte de trabajo... Cómo he podido en apenas dos horas ir de un Mundo a otro, tan distinto. Cómo ha conseguido nuestra sociedad que en cien millas un lugar
corriera 40 años más rápido que otro... Disfruto con Madrid, os lo prometo. Pero me quedo con aquel cuco, que volaba en largo pandeo, sin mover las alas, de la copa del chopo que era su casa a otro no menos interesante.
SALUD